Carlos Fonseca.- 01/03/2010 ("El Confidencial")
El Gobierno ha iniciado los trámites para reparar la memoria del poeta Miguel Hernández, muerto en la prisión de Alicante en marzo de 1942, cuando se cumple el centenario de su nacimiento. La familia del autor de ‘Vientos del pueblo’ reclamó en octubre del año pasado al Ejecutivo que “repare y reconozca” públicamente que fue condenado de manera injusta. El Confidencial ha indagado en las causas que los tribunales militares instruyeron contra él al final de la guerra civil, para reconstruir en dos entregas su periplo por las cárceles franquistas.
Antonio Márquez Bueno, agente de segunda clase del Cuerpo de Investigación y Vigilancia, y a la sazón jefe del puesto de Rosal de la Frontera (Huelva), supo desde un principio que iba a prestar un valioso servicio a la patria y ordenó a Rafael Córdoba, agente auxiliar interino, que se pusiera a la máquina de escribir. Tenía ante sí a un joven asustado que acababa de entregarle la policía portuguesa por haber cruzado la frontera de manera clandestina. Llevaba poco consigo: un billete de veinte escudos, una moneda de cinco centavos y cuatro más de diez; el libro “La destrucción o el amor” con una carta de su autor, Vicente Aleixandre, y un auto sacramental titulado “Quién te ha visto y quién te ve, y sombra de lo que eras” del que él mismo era autor.
Rafael Córdoba comenzó a teclear: “En la villa de Rosal de la Frontera, siendo las doce horas del día 4 de mayo de 1939, Año de la Victoria, comparece el que dice ser y llamarse Miguel Hernández Gilabert, de 28 años de edad, casado en la que fue zona roja, de profesión escritor, e hijo de Miguel y de Concepción, natural de Orihuela (Alicante) y con domicilio en Cox (Alicante), quien convenientemente interrogado manifiesta”. Dos puntos.
Relato de una huida
Miguel escapaba de la España de Franco a la desesperada, tras rechazar la oferta del encargado de negocios de la embajada de Chile en Madrid, Carlos Morla, que a principios de 1939, cuando la guerra se daba por perdida, le había ofrecido refugiarse en la sede diplomática a la espera de marchar al exilio con la ayuda del también poeta Pablo Neruda, con el que le unía una sincera amistad. Miguel quería llevar consigo a su mujer, Josefina Manresa, y a su hijo, y dejar resuelto el futuro de los cinco hermanos de su esposa, huérfanos tras el asesinato de su suegro, guardia civil. En marzo, con las tropas rebeldes a las puertas de la capital, el poeta marchó a Cox al encuentro de su familia. Convencido del riesgo que corría, decidió huir en solitario para reencontrarse más adelante con su mujer y su hijo en un lugar seguro. Marchó a Madrid y después a Sevilla, donde tomó la decisión de huir a Portugal.
El poeta relató a sus captores que un camión le había dejado a cuatro kilómetros de Aroche (Huelva), donde merendó y se compró unas alpargatas. A las nueve de la noche se puso a caminar con la intención de cruzar la frontera con Portugal sin tener muy claro el terreno que pisaba, y a las cuatro de la tarde del día siguiente se encontró sin proponérselo en el pueblo portugués de Santo Aleixo, desde el que se trasladó a Moura, donde fue detenido.
Dos puntos. El agente auxiliar interino Rafael Córdoba, continuó con el relato del detenido. “Manifiesta que le sorprendió el Movimiento Nacional en Madrid, donde se encontraba trabajando en la casa Espasa-Calpe en la confección de una enciclopedia taurina bajo la dirección de don José María de Cossío, marchándose a Orihuela, su pueblo natal, a finales de julio para disfrutar el permiso de verano concedido (…) De vuelta de nuevo a su trabajo, en septiembre de 1936 movilizaron a su quinta y se incorporó a un Batallón de Zapadores con destino en Madrid (…) pasando después al 1er. Batallón Móvil como soldado. Quedó incorporado a las oficinas donde, además de trabajar en la parte burocrática, escribía versos para el periódico ‘Al Ataque’ que eran reproducidos en el periódico “El Mono Azul” (…) versos que están recopilados en un libro llamado ‘Vientos del pueblo’, editado en Valencia en 1937”.
Un hombre solo
El primer testimonio del poeta tras su detención muestra a un hombre abatido, que teme ser asesinado en una cuneta y miente para intentar salvar la vida. La comparecencia incorporada al procedimiento sumarísimo de urgencia 21.001 que se instruyó contra él dice textualmente: “Manifiesta que es apolítico por completo, no votó nunca por ningún partido ni está afiliado a ninguno, ni tampoco hizo por pasarse a nuestras filas por ignorar por completo la causa de nuestro Alzamiento, ni darse cuenta de nada de lo que ocurría en Madrid ya que él, dedicado al trabajo, salía poco a la calle por este motivo”.
La diligencia añade que “estrechado a preguntas por quienes suscriben, todo nervioso se encerraba en un círculo vicioso diciendo ‘yo no sé, les digo a ustedes la verdad, hagan de mí lo que quieran (…) Sobre sus amistades literarias manifesta que Federico García Lorca era un hombre de mucha más espiritualidad que Azaña, que no desconoce que era pederasta, y que a pesar de esto era uno de los hombres de gran espiritualidad de España, y que después del teatro clásico él ha sido una de sus mejores figuras; advirtiendo a los agentes que suscriben tengan cuidado no sea se repita el caso de García Lorca, que fue ejecutado rápidamente, y según tiene entendido el mismo Franco (nuestro inmortal Caudillo) sentó mano dura sobre sus ejecutores”.
En busca de avales
Miguel Hernández, comenzaba así, en un destartalado depósito municipal, un triste transitar que habría de llevarle de prisión a prisión. El 17 de mayo fue ingresado en la de Huelva; el día 11 trasladado a la de Sevilla, y el 15 conducido a la cárcel madrileña de Torrijos, desde la que escribió a su mujer para que buscara avales que le ayudasen a salir de la cárcel. Uno de ellos se lo facilitó su amigo Juan Bellod Salmerón, convertido entonces en secretario de la Jefatura Provincial de Falange en Valencia. En un folio con membrete de la misma, fechado el 24 de mayo, que figura incorporada a la causa, escribe:
“Certifico que conozco desde su niñez a Miguel Hernández Gilabert (…) constándome ser persona de inmejorables antecedentes, generosos sentimientos y honda formación religiosa y humana, pero cuya excesiva sensibilidad y temperamento poético le ha hecho actuar atendiendo más a los dictados del apasionamiento momentáneo que a una voluntad firme y serena, fácilmente influenciable por acontecimientos y personas (…) Que garantizo plenamente su conducta y actuación, así como su fervor patriótico y religioso, que se revela por lo demás en la lectura de su producción literaria, singularmente en la de su magnífico auto sacramental ‘Quién te ha visto y quién te ve, y sombra de lo que era”.
Bellod relataba que Miguel Hernández le había visitado en repetidas veces en la cárcel de Jesús y María, en la que fue ingresado por los ‘rojos’ al inicio de la guerra, “constándome que hizo cuanto estuvo en su mano para evitar que fuese paseado”. El jefe de Falange añadía que posteriormente había perdido el contacto con él, pero que le consideraba incapaz de haber intervenido en ningún hecho delictivo.
“Estimando que su producción literaria en las publicaciones rojas obedecía a coacciones, e incluso a imperativos de su pasión, cambiada de signo por la falaz propaganda marxista, pero no a la maldad y falta de espíritu nacional y religioso que caracterizó a las fuerzas de la anti-España. No le creo pues, en lo fundamental, enemigo de nuestro Glorioso Movimiento, con cuyos principios, una vez conocidos en la reveladora verdad de nuestra Doctrina hecha actuación gloriosa, le considero identificado por su formación y por su temperamento”.
También desde la editorial Espasa Calpe avalaron su conducta, según consta en otra carta incorporada a la causa:
“Miguel Hernández Gilabert no prestaba sus servicios directamente a esta empresa, sino a las órdenes de uno de nuestros directores literarios, pero podemos manifestar que su conducta ha sido en todo momento correcta, lo mismo para su jefe que para las demás personas de esta editorial. Por Dios, por España y su Revolución Nacional-Sindicalista”. La misiva contenía en su parte inferior una posdata: “Su jefe, D. José María de Cossío, se halla actualmente ausente y oportunamente le daremos cuenta de este requerimiento, para que dé a usted su informe”.
Ante el Tribunal Especial de Prensa
Tras dos meses de estancia en prisión, el 6 de julio de 1939 Miguel Hernández prestó su primera declaración ante el juez del Tribunal Especial de Prensa, Manuel Martínez Gargallo, ante el que ya no ocultó su apoyo a la causa republicana. Lo vivido en Torrijos con otros presos republicanos le había marcado profundamente y no estaba dispuesto a renegar de sus ideales. Su testimonio fue recogido a mano por un escribiente.
“Que reconoce sus ideales antifascistas y revolucionarios, no estando identificado con la Causa Nacional, creyendo que el Movimiento Nacional no puede hacer feliz a España (…) Que su libro ‘Vientos del pueblo’ es una compilación de toda la labor que como escritor antifascista y al servicio de la causa del pueblo ha desarrollado el dicente durante la guerra, su identificación a la causa roja recomendando la resistencia a la invasión, y conteniendo exaltaciones, dice el dicente, de los rasgos nobles de la causa marxista” (…) “Preguntado si con su labor como escritor antifascista reconocía la labor delictiva que realizaba recomendando la resistencia a la Causa Nacional, contesta el dicente: ‘reconocía esta labor delictiva en contra de la invasión”.
Días después, llegaba a manos del juez una carta del alcalde de Orihuela que, contra lo que el propio poeta esperaba, no sólo no avalaba su conducta, sino que vertía contra él serias acusaciones.
“He de manifestar que su actuación en esta ciudad desde la proclamación de la República ha sido francamente izquierdista, más aún marxista, incapaz por temperamento de acción directa en ningún aspecto, pero sí de activísima conducta comunistoide. Se sabe que durante la revolución ha publicado numerosos trabajos en toda clase de periódicos y publicaciones, y que estuvo agregado al Estado Mayor de la Brigada de ‘El Campesino’. Hace bastantes años se le conocía como ‘el pastor poeta’, y últimamente por ‘el poeta de la revolución’, lo que comunico a los efectos que estime oportunos. Dios, que salvó a España, guarde a usted muchos años”. Firmado en Orihuela el 14 de julio de 1939.
Su pertenencia a la brigada de Valentín González, conocido como ‘el Campesino’, que los primeros días de la guerra había contenido a las tropas rebeldes en Somosierra y evitado con ello la caída de Madrid, era una prueba irrefutable de su plena y trascendente identificación con la causa “roja”.
Dos meses más tarde, el 6 de septiembre, volvió a prestar declaración ante el juez Martínez Gargallo, y lejos de desdecirse de sus anteriores manifestaciones las ratificó, aunque negó haber luchado con ‘El Campesino’. El día 18 del mismo mes, el juez instructor resumió en quince escuetas líneas sus conclusiones:
“Está plenamente acreditado que dicho individuo, de tendencias notoriamente contrarias al Movimiento Nacional, desarrolló apenas iniciado éste una activísima labor literaria en contra de los ideales como de sus figuras más prestigiosas, apareciendo como firmante de varios manifiestos destinados a sembrar en España y en el extranjero la idea de que tan Glorioso Movimiento no era sino una vulgar invasión plagada de crímenes, y alentar al mismo tiempo a la resistencia armada contra las fuerzas nacionales; habiendo intervenido como animador, en unión de las fuerzas rojas, en el asalto y toma del Santuario de Nuestra Señora de la Cabeza y existiendo, además, indicios muy racionales de haber sido comisario político de una brigada de choque”.
Versión que ratificaría el fiscal del autodenominado “Ejército de Ocupación”, que en su escrito de acusación consideró los hechos constitutivos de un delito de “adhesión a la rebelión militar, con las agravantes de perversidad y trascendencia de los hechos cometidos. Pena que se pide: MUERTE”.
Un golpe de suerte
Fue eso, un error burocrático, el que hizo que la mañana del 15 de septiembre de 1939 las puertas de la prisión madrileña de Torrijos se abrieran para Miguel Hernández como una bocanada de libertad, cuando la maquinaria del nuevo Estado ultimaba los trámites para la celebración del consejo de guerra que habría de juzgarle. Tras visitar a varios amigos en la capital, que recibieron con sorpresa su inesperada liberación y le recomendaron que se marchara de España, Miguel regresó una vez más a Cox (Alicante) en busca de Josefina y de su hijo, el pequeño Miguelillo, que aún no había cumplido un año. El poeta estaba convencido de que todo se había aclarado, y que tras cuatro meses de encierro la justicia ya no tenía nada contra él.
El 6 de octubre el director de la prisión recibió el escrito ordenando la entrega del poeta a la fuerza pública para ser juzgado al día siguiente por el Consejo de Guerra Permanente número 6. Sólo pudo informar de su libertad. Descubierto el error que había excarcelado a tan significado enemigo de la causa nacional, el juez del Tribunal Especial de Prensa, Manuel Martínez Gargallo, ordenó su inmediata detención. Para su tranquilidad, ésta ya se había producido en Orihuela el 28 de septiembre anterior a manos de conocidos fascistas de la Orihuela, que no podían entender que se encontrara libre.
El acta de la declaración prestada ese mismo día a manos de sus captores, que figura incorporada a la causa, dice así:
“Interrogado convenientemente dice: que al estallar el movimiento el 19 de julio de 1936 se encontraba colocado en la editorial Espasa en Madrid; que una vez que se reanudaron las comunicaciones vino a esta ciudad hasta el día 22 ó 23 de septiembre, y que durante dicho lapso de tiempo no intervino en ningún acto revolucionario, regresando a Madrid por dichas fechas para continuar trabajando. Ante la inminencia del llamamiento de su quinta ingresó voluntario en un batallón de fortificaciones y después, a mediados de noviembre, en un batallón móvil de choque que mandaba El Campesino, donde prestó servicios como fusilero de infantería y más tarde, al difundirse su profesión de escritor, lo destinaron a jefe de Propaganda en un periódico del batallón. Que durante este tiempo también escribió poesías”.
Víctima del odio
Una vez más se veía obligado a repetir, como en una letanía, su devenir durante la guerra, convencido, ahora sí, de que su puesta en libertad había sido un capricho del destino que no supo aprovechar. Días después de su captura, dos vecinos se encargaron de añadir más leña al fuego del odio. Hermenegildo Riquelme, de 31 años, casado y empleado de profesión, que en el primer interrogatorio al poeta figura reseñado en la diligencia como subinspector, y Luis Tormo, de 33 años, escribiente, dejaron constancia en sendas declaraciones de que no sólo les constaba su ideología izquierdista, sino que después de iniciada la guerra se convirtió en uno de sus valedores “más avanzados”. Los dos testigos abundaban en su conocimiento de que el acusado había sido comisario político y que había viajado a Rusia “comisionado por el Gobierno marxista para hacer propaganda de la España roja”. Una deducción obvia para ellos “por cuanto a su regreso escribía artículos hablando de las delicias del paraíso soviético”.
El 3 de diciembre, Miguel Hernández ingresó en la prisión madrileña del Conde de Toreno, en la que coincidió con el también escritor Antonio Buero Vallejo, al que había conocido años atrás en el hospital militar de Benicasim, donde habían estado ingresados durante la guerra. Abatido por el desánimo, sólo le quedaba esperar a ser juzgado.
Consejo de guerra
No tuvo que esperar mucho. El 18 de enero de 1940 el Consejo de Guerra Permanente número 5, presidido por el comandante Pablo Alfaro Alfaro, del que formaban parte como vocales los capitanes Francisco Pérez Muñoz e Ignacio Díaz Aguilar, y el alférez Miguel Caballer y Celis, actuando como ponente el también capitán Vidal Morales, firmaban una sentencia dictada de antemano, minutos después de que se celebrara una vista oral carente de cualquier garantía legal. La causa permaneció secreta para el abogado defensor (un militar que no tenía por qué ser letrado) hasta la noche anterior a la vista. Ni siquiera conocía a su defendido, al que veía primera vez cuando se sentaba frente al tribunal. Su labor se limitada a solicitar clemencia y pedir la pena inmediatamente inferior a la solicitada por el fiscal, tras una larga disertación de éste en la que no faltaron los insultos. El periodista Eduardo de Guzmán, juzgado esa misma mañana junto a Miguel Hernández y otros 28 republicanos, aporta en su libro Nosotros los asesinos un fiel testimonio de lo ocurrido.
“El fiscal habla durante veinte minutos en tono duro, agresivo, hiriente. Nos llama canallas, chacales, analfabetos, ladrones, cobardes, resentidos e infra hombres. A Miguel y a mí nos acusa de todo lo anterior, pero resalta nuestra máxima responsabilidad porque no somos analfabetos, incultos ni ignorantes y tenemos capacidad de comprender dónde está el bien, y pese a ello habernos inclinado resueltamente por el mal”. Esa misma mañana, el tribunal hizo pública la sentencia:
“RESULTANDO probado, y así lo declara el Consejo, que el procesado Miguel Hernández Gilabert, de antecedentes izquierdistas, se incorporó voluntariamente en los primeros días del Alzamiento Nacional al Quinto Regimiento de Milicias, pasando más tarde al Comisariado Político de la 1ª Brigada de Choque, interviniendo, entre otros hechos, en la acción contra el santuario de Santa María de la Cabeza. Dedicado a actividades literarias, era miembro activo de la Alianza de Intelectuales Antifascistas, habiendo publicado numerosas poesías, crónicas y folletos de propaganda revolucionaria y de excitación (sic) contra las personas de orden y contra el Movimiento Nacional, haciéndose pasar por el ‘poeta de la Revolución”.
“CONSIDERANDO que los hechos que se declaran probados constituyen un delito de adhesión a la rebelión (…) de cuyo delito es responsable en concepto de autor el procesado por participación directa y voluntaria”.
“CONSIDERANDO que el Consejo, haciendo uso de los facultades (…) estima oportuno imponer la pena en su máxima extensión”.
“FALLAMOS que debemos condenar y condenamos al procesado Miguel Hernández Gilabert, como autor de un delito de adhesión a la rebelión, a la pena de MUERTE, accesorias legales para caso de indulto”.
De prisión en prisión
Se abrieron meses de zozobra y angustia, a la espera del “enterado” del Caudillo que diera vía libre a su ejecución, que los buenos amigos del poeta empeñaron en mil gestiones para evitar su asesinato. Una biografía Miguel Hernández escrita por el también poeta y novelista José Luis Ferris, atribuye a José María de Cossío buena parte de las mismas, aunque la intervención del escritor falangista Rafael Sánchez Mazas resultó decisiva. “Mi general, quiero pedirle gracia para un poeta”, le dijo al Caudillo durante un encuentro en su despacho. Para entonces, Franco ya había sido advertido de que matar a Miguel Hernández después del asesinato de Federico García Lorca podía ser una publicidad muy negativa para el régimen.
Las gestiones surtieron efecto y el 24 de junio de 1940 el dictador conmutó la pena por la inmediata inferior en un “acto de generosidad”. Miguel Hernández tenía por delante treinta años y un día de reclusión, con un nuevo periplo carcelario que le llevó de Madrid a la prisión de Palencia, donde la humedad y el frío hicieron que su salud se deteriorara notablemente. De aquel penal pasó al Reformatorio de Adultos de Ocaña y, finalmente, al de Alicante, al que llegó ya gravemente enfermo.
A las 5,30 horas del 17 de marzo de 1942, Miguel Hernández fallecía en el recinto penitenciario a consecuencia de “fimia pulmonar”, según consta en su certificado de defunción. Al día siguiente su familia le daba tierra en el camposanto alicantino de Nuestra Señora de los Remedios.
La burocracia del nuevo Estado hizo que la Comisión Provincial de Madrid solicitara el 10 de diciembre de 1943, más de año y medio después de la muerte del poeta, la conmutación de su pena de treinta años por otra de veinte y un día. Solicitud que fue aceptada en enero de 1944.